La bulla de los monos y guacamayas
ha quedado desplazada en la selva guayanesa por los mineros cuya algarada de
febril pedrería dispara hacía las copas
espantando la sonora tranquilidad de los pájaros. Otra bulla comenzó a bullir en la selva ahora
maltratada por la ambición dorada. Donde
hay bulla hay mineros, donde hay minero hay diamante y más bulla hay a medida
que como río crecido va arrastrando todo cuanto la bulla abarca en la selva
como el crocitar de aves y el bufidos de animales. Son tantas mujeres como hombres, muchos
hombres y mujeres tantas como hombres con la piel solana que van como ciegos
cimbrados bajo el peso del guayare, atropellando la oscura humedad de la
jungla. Llevan los ojos ansiosos por una
sed que parece no apagarse nunca. Van a
lo que después se vuelve bulla, bullicio, algarabía interminable que nadie sabe
donde comienza y dónde habrá de terminar.
Sólo se sabe que lo que será en aquel lugar o en otro más allá del río y
la quebrada, allá en el bosque umbrío y
sombrío, lleno de maraña o selva intrincada,
será después tierra arrasada, acribillada y deshecha, fuerza muscular
hundida como barrena en la entraña de aluvión y greda que buscaba alrededor de
las cribas yuxtapuestas la diminuta y centellante luz de una quimberlita apagada
por los siglos.
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