Luis Fernández, recién se estrenaba
en su otrora oficio de joyero, cuando un día de los años cincuenta lo visitó en
su taller del Puerto de Las Chalanas, al lado del cine Río, el jefe local de la Seguridad Nacional, a quien llamaban
“Gomecito”, interesado en una cadena con la cual aspiraba halagar a don Pedro
Estrada, así como un prendedor prometido a Doña Flor y una leontina para El
Platinado, todo lo cual debía estar listo al cabo de una semana, cuando
viajaría a Caracas como invitado muy especial del Gobierno.
Fernández, por tratarse de un funcionario
de su índole, puso empeño en el encargo.
Habilitó empleados y sacó fiado el oro, que entonces costaba cinco
bolívares el gramo, y tal como fue convenido, a la semana, se presentó Gomecito
a retirar los dorados objetos, prometiendo pagar tan pronto regresara de la
capital.
Muy difícil era, para un policía o
funcionario público de aquel decenio tenebroso de la Seguridad Nacional, ser
probo y honrado. De manera que Fernández
hizo tres intentos en vano para que Gomecito cancelara la factura y, al final
optó, por darle ese trabajito tan penoso de cobrador a su comadre la señora
Maurera, pero, sálvese quien pueda, el jefe de la Seguranal, histriónicamente,
montó en cólera y ordenó a cuatro de sus agentes traer a su presencia al joyero
de la calle de Las Chalanas.
“De manera que usted pretende
ridecularizarme comisionado a una mujer para cobrarme” – exclamó con acento
admonitorio. Pero Fernández respondió que de ningún modo había sido simplemente
él carecía de tiempo para continuar haciéndolo personalmente.
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En ese caso entonces – lo
interrumpió el Policía – yo sé cuando debo pagarle – y Fernández, bien
aconsejado por lo que intuía, decidió dejar las cosas como estaban o, por lo
menos, hasta que algún día cayera la dictadura del general Marcos Pérez
Jiménez, como realmente ocurrió el 23 de enero de 1958. Entonces, don Luis se armó de un Collins tres
canales y no dejó rincón de la ciudad que no olfateara buscando la piel del
arbitrario jefe de la Seguridad.
Finalmente, monseñor Juan José Bernal Ortiz, Obispo de la
Diócesis, lo aplacó diciéndole que los miembros de la Seguranal estaban
detenidos en el cuartel militar que él hablaría con el comandante para ver si
recuperaba el producto de su trabajo.
Así lo hizo y Fernández fue
citado ante el comandante y en su presencia fue traído Gomecito, quien
reconoció la deuda, pero no tenía para cancelarla sino 500 bolívares
depositados en la receptoría y 500 más de un Jeep que le había vendido a un
oficial del mismo cuartel.
“¿Le sirve eso?”, le preguntó el comandante y Fernández respondió un
tanto resignado: “Qué vamos a hacer,
cuando se hunde el barco hay que salvar aunque sea la guerra.”
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