La ciudad hasta los tiempos de
Sánchez Lanz, vale decir, de Pérez Jiménez, contó con un pintoresco y típico
mercado prácticamente a la orilla del río, justo en el punto donde Moreno de
Mendoza hizo construir el San Gabriel,
fuerte bis a bis con el San Rafael, al lado opuesto, para guardar el paso fluvial
contra cualquier aventurero o pirata al estilo Janson o Raleigh.
En ese mercado que tenía forma
pentagonal convergía la ciudad alimentaria, la que iba de compra armada costal
y cesto, la que procuraba el fruto fresco recién llegado en falcas y curiaras,
tres puños y balcazas, las que iba a saborear los manjares de la mesa criolla y
a enterarse de lo humano y lo divino, de lo intrascendente hasta lo descomunal.
Era un mercado profuso, heterogéneo
y bullicioso, pero más aún por los días decembrinos después que la parranda de
Pura Vargas soltaba el último y más profano de los aguinaldos. Entonces, era la romería desde las gradas de
la Catedral y la Plaza Bolívar bajando por la Constitución y la Igualdad al
encuentro del café con leche, de la empanada caliente, del carato de moriche o
la chicha acanelada del negro de las Lamus.
Al mediodía el mercado no era tan
congestionado, pero había un despacho donde la gente azarosa se apiñaba. Se llamaba “El Trapecio”. Trapecio el sitio y Trapecio la especialidad: un soberbio sancocho de pescado de lo más
creativo y singular. Un hervido donde se
juntaba toda la sustancia proteica y cerebral de la ictiofauna orinoquense.
Julio Barazarte que así dicen que se
llamaba aquel dicen que se llamaba aquel tramaturgo de la cocina trapecista,
compraba cabezas de la ventana de pescado del día, generalmente de morocoto,
cachama, sapoara, curbinata y blanco pobre.
Las metía en un saco y luego de toletearlas con una macana india apropiada,
las sumergía sin sacarlas del costal en un palanga de agua hirviente. Allí sujetaba el saco hasta el adecuado punto de cocción y finalmente
utilizaba aquella suerte de consomé para preparar el tradicional sancocho de
pescado con mucha verdura, ají y presas.
De esta manera se lograba el colosal trapecio donde la gente sin temores
ni red de protección tomaba vuelo.
El plato rebosado costaba apenas
medio real y con derecho a repetir. Por
supuesto, no había cliente que no repitiera, especialmente recién casados,
caleteros y toda la marinería fondeada
desde Los Palos de Agua hasta Trinidad y la cual se hacía sentir
tumultosa por las noches en la llamada Ciudad Perdida.
En agosto del 43, el Orinoco volvió
por sus fueros en un desbordamiento similar al del 92 cuando dicen los abuelos
que tapó por primera vez la Piedra del Medio.
Ese desbordamiento del 43 acabó con
la ciudad perdida y el gobernador Sánchez Lanz, mas tarde reubicó el mercado y
desapareció El Trapecio. No hubo
añoranza porque la gente descubrió que el secreto de aquel almuerzo
espectacular estaba en la cabeza de la sapoara.
Desde entonces es el popularísimo merengue: La Sapoara, del músico y compositor
margariteño Francisco Carreño: Llegando
a Ciudad Bolívar/me dijo una guayanesa/que si comía sapoara/no comiera la
cabeza/Me lo aconsejó mamita/me recordó Teresa/he comido/la bicha con to y
cabeza/siempre que reciba el beso/de una linda guayanesa.
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