martes, 2 de julio de 2013

El Maestro Juan Mils

La Escuela de Juan Mils fue famosa en la Ciudad Bolívar de mitad del siglo veinte, por su pedagogía muy particular dirigida a corregir niños muy traviesos. De allí, al parecer, salían los niños derechitos, gracias a la forma como el maestro aplicaba su pedagogía, general en todos los planteles públicos y privados, pero que allí, era realmente más severa y opuesta a todo arte y ciencia modernos de la enseñanza.
            “Te voy a poner en la Escuela de Juan Mils” era la peor advertencia contra un muchacho  díscolo, pues la especie que entonces se corría era que Juan Mils, durante los dos primeros días de ingresado, se portaba amable y generoso con el matriculado, pero al tercero, a la hora de salida y sin mediar falta alguna, cogía al alumno, lo colocaba boca abajo sobre el escritorio y le propinaba veinte latigazo, al cabo de los cuales, el niño todo lloroso se quejaba  “¿pero maestro que he hecho yo?”.  Y sonriendo Juan Mils respondía  “¡Si esto es sin hacer nada, imagínate cuando me hagas algo!”
            Otro personaje interesante que ejercía el doble oficio de sastre y maestro era Pedro Monseguie.  Al niño que se portara mal o fallara en la lección, recibía cinco palmetazos con una correa de cuero mantenida siempre en un balde con agua.  Si el alumno llegaba a retirar la mano, le doblaban el castigo.
            El castigo humillante, el uso de la palmeta, el jalón de orejas, pasar la tarde parados en una esquina del salón mirando hacia la pared e incluso el uso de ladrillos calientes y el culto a la memoria como facultad superior de la inteligencia, eran los principales componentes de la pedagogía del pasado, no sólo en Ciudad Bolívar, sino en Venezuela toda y el resto del mundo, desde los tiempos medievales posiblemente.
            En Europa, por ejemplo, los únicos que no recibían castigo eran los hijos de las familias nobles porque sus faltas las pagaban otros inferiores a ellos desde el punto de vista de la sangre.  Algo parecido a “las paga peos de ciertas señoras de la sociedad que iban a misa o  cualquier otra reunión acompañada de una negrita y cuando soltaban la ventosidad le daban un coscorrón  a la niña.
            En las cortes alemanas fueron famosos  “los niños de azote”.  Eran niños de familias nobles, compañeros de juego de los jóvenes príncipes, y cuando estos últimos se portaban mal “los niños de azote” recibían el castigo correspondiente.
            Enrique IV, quien restauró la autoridad real en Francia, dio instrucciones especiales al tutor de su hijo para que le aplicara una buena azotaina cuando el niño de portara mal.  En una carta fechada el 14 de noviembre de 1607 escribe lo siguiente: “Deseo y ordeno que el Delfín sea castigado siempre que se muestre obstinado o culpable de mala conducta; por experiencia personal sé que nada aprovecha tanto a un niño como una buena paliza” .
            En la actualidad, afortunadamente, no se ven esos mecanismos.  Desde hace más de medio siglo han venido desapareciendo bajo la convicción de que hay otras formas más efectivas de llegar a los educandos. Pero lo que sí parece haber ganado un lugar es el uso de palabras inadecuadas y de alguna manera el maltrato psicológico de que son objeto algunos alumnos y que también va en detrimento de la autoestima. Esa es la percepción de Nubia Oliveros Córdoba, psicóloga especialista en familia, quien asegura que es frecuente que los estudiantes se sientan afectados por el trato que reciben de sus educadores que los rotulan por problemas de disciplina que pueden estar asociados a situaciones familiares y que generan un problema de autoestima, así como déficit de atención que impiden que capten adecuadamente la información que se le está suministrando y se vuelven dispersos frente a la formación.


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