“Te voy a poner en la
Escuela de Juan Mils” era la peor advertencia contra
un muchacho díscolo, pues la especie que
entonces se corría era que Juan Mils, durante los dos primeros días de
ingresado, se portaba amable y generoso con el matriculado, pero al tercero, a
la hora de salida y sin mediar falta alguna, cogía al alumno, lo colocaba boca
abajo sobre el escritorio y le propinaba veinte latigazo, al cabo de los
cuales, el niño todo lloroso se quejaba “¿pero maestro que he hecho yo?”.
Y sonriendo Juan Mils respondía “¡Si esto es sin hacer nada, imagínate
cuando me hagas algo!”
Otro personaje interesante que
ejercía el doble oficio de sastre y maestro era Pedro Monseguie. Al niño que se portara mal o fallara en la
lección, recibía cinco palmetazos con una correa de cuero mantenida siempre en
un balde con agua. Si el alumno llegaba
a retirar la mano, le doblaban el castigo.
El
castigo humillante, el uso de la palmeta, el jalón de orejas, pasar la tarde
parados en una esquina del salón mirando hacia la pared e incluso el uso de
ladrillos calientes y el culto a la memoria como facultad superior de la
inteligencia, eran los principales componentes de la pedagogía del pasado, no
sólo en Ciudad Bolívar, sino en Venezuela toda y el resto del mundo, desde los
tiempos medievales posiblemente.
En Europa, por ejemplo, los únicos
que no recibían castigo eran los hijos de las familias nobles porque sus faltas
las pagaban otros inferiores a ellos desde el punto de vista de la sangre. Algo parecido a “las paga peos” de ciertas señoras de la sociedad que
iban a misa o cualquier otra reunión
acompañada de una negrita y cuando soltaban la ventosidad le daban un
coscorrón a la niña.
En las cortes alemanas fueron
famosos “los niños de azote”.
Eran niños de familias nobles, compañeros de juego de los jóvenes
príncipes, y cuando estos últimos se portaban mal “los niños de azote”
recibían el castigo correspondiente.
Enrique IV, quien restauró la
autoridad real en Francia, dio instrucciones especiales al tutor de su hijo
para que le aplicara una buena azotaina cuando el niño de portara mal. En una carta fechada el 14 de noviembre de
1607 escribe lo siguiente: “Deseo y
ordeno que el Delfín sea castigado siempre que se muestre obstinado o culpable
de mala conducta; por experiencia personal sé que nada aprovecha tanto a un
niño como una buena paliza” .
En la actualidad, afortunadamente, no se ven esos mecanismos. Desde hace más de medio siglo han venido
desapareciendo bajo la convicción de que hay otras formas más efectivas de
llegar a los educandos. Pero lo que sí parece haber ganado un lugar es el uso
de palabras inadecuadas y de alguna manera el maltrato psicológico de que son
objeto algunos alumnos y que también va en detrimento de la autoestima. Esa es
la percepción de Nubia Oliveros Córdoba, psicóloga especialista en familia,
quien asegura que es frecuente que los estudiantes se sientan afectados por el
trato que reciben de sus educadores que los rotulan por problemas de disciplina
que pueden estar asociados a situaciones familiares y que generan un problema
de autoestima, así como déficit de atención que impiden que capten
adecuadamente la información que se le está suministrando y se vuelven
dispersos frente a la formación.
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